Cuentan que una noche, en un almacén abandonado cerca del mar, alguien encendió un viejo mezclador. El aire olía a polvo, a cables quemados y a promesa.
Los primeros beats salieron por unas bocinas antiguas, deformadas por los años, y algo dicen empezó a moverse entre las sombras.
Nadie sabe si fue una ilusión, un fallo eléctrico o una invocación colectiva. Solo se oyó un zumbido grave, más profundo que el bajo, como si la isla entera respirara al ritmo del kick.
Y en ese instante, entre las luces verdes del ecualizador y las chispas del vinilo, un cocuyo despertó.
Era pequeño al principio, curioso, atraído por la vibración. Voló sobre los platos girando, se posó en la aguja, y cuando la aguja tocó el disco, algo cambió para siempre. El sonido lo atravesó. Las frecuencias se mezclaron con su cuerpo diminuto, y la electricidad de la música le dio forma nueva.
De aquel corto circuito nació una criatura luminosa, mitad escarabajo, mitad frecuencia.
Un símbolo del pulso nocturno, de los que viven para encenderse cuando el mundo duerme.
Desde entonces se dice que el cocuyo vaga por la ciudad, buscando nuevas luces, nuevos cuerpos, nuevas pistas. A veces aparece entre el humo y los cables de un rave; otras se deja ver reflejado en el cristal de un viejo monitor, o escondido en las ondas de un bajo que nunca termina.
Cada DJ, cada productor, cada cómplice de esta música lleva un fragmento suyo.
No en los ojos, ni en las manos, sino en ese punto exacto del pecho donde el beat coincide con el corazón. Ahí es donde habita el movimiento: en esa chispa que se enciende una y otra vez, sin permiso ni pausa.
Y si todavía alguien pregunta dónde tiene la pila el cocuyo, ya lo sabemos: está en el corazón.
La verdadera pregunta es cuánto pesa: 10Ø Toneladas de Luz Verde



